La masacre de Once ya tiene lo que le faltaba: un nombre propio. Sus víctimas habían sido, hasta ahora, “los cincuenta muertos”, todos extrañamente anónimos. O quizá no fuera tan extraño: vivieron anónimos –violentamente anónimos–; que los mataran tampoco les dio nombres.
Ahora hay uno. Lucas Menghini Rey era el único nombre que estaba en todas partes, porque nadie sabía de él y su familia lo buscaba con tesón y ciertos medios. No lo encontraban en ninguna morgue, en ningún hospital: fue, por dos días, un desaparecido.
Apareció, todos sabemos, cincuenta horas después del choque: su cuerpo había quedado entre dos vagones. La masacre de Once quedaba, así, completa.
Digo masacre. No digo tragedia, accidente, lamentable suceso. Digo masacre. La masacre de Once se presenta como extraordinaria y es un concentrado de lo más ordinario, de lo que pasa todo el tiempo en la Argentina: ser pobre no sólo es vivir peor; también es morir mucho más fácil. El choque de un tren donde nunca viaja ningún rico, ningún funcionario o empresario, lo pone en evidencia. El choque produce en un minuto lo mismo que este orden social produce, más discreto, todo el tiempo: cualquier enfermo pobre que llega a un hospital público tiene menos chances de curarse que un enfermo más rico en una clínica privada, cualquier obrero de la construcción tiene más chances de romperse la cabeza en el trabajo que un gerente de banco, cualquier vecino pobre de una villa tiene más chances de caer en un asalto que un vecino rico de Nordelta –y así de seguido.
Por eso, entre otras cosas, la masacre de Once pegó tan fuerte: porque es la síntesis de un orden, su puesta en evidencia más brutal.
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