Si bien todos se mostraban tranquilos,
tan seguros en ese lugar, había alguien que iba propagando la idea
de que las cosas no habían sido tal cual los poderosos hombres, los
líderes, se las habían presentado.
Hasta ese momento los pocos habitantes
que convivían allí se habían conformado con la historia de cómo
había surgido todo, de cómo y por qué estaban allí. La historia
alcanzaba para que esos pobres individuos mediocres dejasen de lado
las preguntas y dudas que tenían en su interior.
Se les decía que antes de que
todo lo que se conocía en esos tiempos existiese, ese lugar en el
que estaban conviviendo todos, era completamente diferente. No había
nada más que el territorio y el cielo, lleno, llenísimo, repleto de
estrellas que alumbraban todo el paisaje. Con destellos azules,
amarillos, rojos, le daban vida al lugar.
Cada tanto las estrellas morían y
caían al suelo apagadas. Así el cielo iba renovándose lenta y
continuamente. Hasta que algo cambió allá arriba y modificó todo.
El cielo dejó de renovarse. Las estrellas caían aún encendidas,
dejando al cielo negro solo. Lo que ahora alumbraba el paisaje era el
fuego generado por las estrellas caídas.
El fuego fue quemando la tierra,
dejando al descubierto elementos que habían estado ahí enterrados
por millones de años. A partir de la tierra y las cenizas se formó
el barro de la creación, del que surgieron -de a poco, porque estos
procesos llevan su tiempo- células, plantas, los animales que se
alimentarían de ellas. Y así, todos, excepto uno, creyeron esa
historia.
Autor: Florencia Pereyra (3° Liceo -
2013)
No hay comentarios:
Publicar un comentario